No sé exactamente la razón, pero a
mí, muy particularmente, se me hace difícil hablar desde un punto de vista
analítico sobre los cuentos de Juan Bosch.
Es posible que ello se deba a que,
cuando tuve el primer contacto con él, no lo vi como cuentista sino como un
maestro. Aquí, en Santo Domingo, en 1961, todo era una erupción política
desbordada y confusa, allá, mientras en Costa Rica, en el Instituto de
Educación Política de San José de Coronado, el ambiente era distendido y él.
Bosch, era uno de los profesores del centro. Y, a pesar de que casi todos
éramos, los alumnos, hombres hechos y derechos, aún así sentíamos no el peso de
su edad sino el de su enorme experiencia como político, porque, desde ese punto
de vista, éramos prácticamente imberbes.

Y luego, más adelante, pasada la
terrible, aplastante experiencia del golpe de estado, sentado frente a su
presencia impoluta, a su acrisolada honestidad, entonces sí encontré al escritor,
sobre todo cuando comenzó a hablar sobre mis propias obras, cuando me dijo,
hasta un tanto molesto, que cómo era posible que, luego de haber escrito
cuentos como “El Gato”, “Límite” y “Arribo de vuelo”, piezas que él mismo había
ya calificado de excelentes, cuentos por los cuales el jurado por él presidido
me concedió el Primer Premio Exaequo y dos menciones, que hubiera escrito un cuento de temática
campesina, agregando que el cuento campesino, cómo género, había muerto con él.
De ahí en adelante Bosch fue, a más
del hombre honesto, del intelectual brillante, el maestro cuentista que se
impuso casi como un deber aconsejarme, llegando incluso a escribir la
introducción de mi libro “Infancia feliz”, en 1977, con palabras que todavía
hoy me llenan de orgullo.
Es mucho lo que se ha escrito sobre
los cuentos de Don Juan, por lo cual me voy a limitar a escribir sobre 4 de
ellos, tres de los cuales seleccioné por ser de mis favoritos en su cuentística
y el cuarto, por razones que explicaré cuando le llegue su turno.
Comenzaré con “La mujer”.
En este cuento Bosch utiliza un
elemento que abunda en su obra, que es el camino, la carretera: “La carretera
está muerta. Nada ni nadie la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la
piel gris se le ve la vida. El sol la mató, el sol de acero, de tan candente al
rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera”.
Bosch usa esas imágenes para
establecer la fuerza implacable de una naturaleza hostil frente al ser humano,
pero no frente a cualquier ser humano sino frente al campesino, frente a esos
seres que no tienen forma de valerse, de defenderse de la adversidad. Habría
que recordar que, cuando se habla de una obra, la que sea, siempre se debe
establecer el contexto socio cultural y la época, y Bosch cuenta sobre esos
campesinos de los años 20 y 30, los que el conoció, los que pudo tratar cuando
era un niño, un joven, un hombre, como conoció el ambiente, como conoció a
quienes mandaban en calidad de caciques sobre esos infelices.
El ambiente, la naturaleza, aplasta
a la mujer, el marido brutal, acostumbrado a la bebida, macho estólido incapaz
de pensar en el sufrimiento de su mujer y su pequeño hijo, se ensaña en ella
como el sol, el calor, la soledad, la sed y el hambre se ceban en ese mismo
ser. Ella es la víctima, siempre lo ha sido, pero, a pesar de que las simpatías
de todo aquel que lee esta historia están de parte de ella, habría que recordar
que ese macho insensible y borracho es tan víctima como ella porque es el
producto de un sistema que aplasta al individuo a través de la ignorancia.
Y entonces, para sorpresa se muchos,
cuando casi el común de los lectores, abrumados por la desgracia de esa mujer,
estamos esperando un desenlace que tal vez podría llamarse “feliz”, acostumbrados
como estamos casi todos al facilismo del cine de Hollywood y sus héroes de
miriñaque, entonces se nos viene encima el mazazo final: cuando ella ve que el
extraño que la ha defendido está ahorcando a su hombre, reacciona
golpeando al defensor. ¿Les extraña? A mi, en un principio, me extrañó, incluso
me dolió, me molestó, pero luego, poco a poco, fui cayendo en cuenta de lo que
me estaba diciendo Bosch: la mujer, esa campesina de los años 20 ó 30, no es la
mujer de hoy, no es un ser civilizado, instruido, educado, es un ente aplastado
por siglos de costumbres y tradiciones, de atavismos, de miedos y pesares. Pase
lo que pase, ella es la mujer de ese ser despreciable que es su marido, ese que
le fue deparado por Dios y la Santísima
Virgen ; aún en el caso de que no haya existido un matrimonio
católico en regla, ella no es simplemente La Mujer , es su mujer, pertenencia de ese
hombre aunque, en medio de las brumas de su dolor y su amargura, comprenda que
es un hijo de puta.
En
“La Nochebuena
de Encarnación Mendoza” Bosch vuelve sobre esos elementos que son predominantes
y determinantes en sus historias: el ambiente, la naturaleza, son siempre
factores que inciden poderosamente en la suerte de sus personajes.
Encarnación
Mendoza es un hombre común y corriente, es un obrero de la caña, es un infeliz
más entre miles de infelices. Pero Encarnación Mendoza huye, se escurre
escondiéndose de la Ley ,
que es la Ley
para los pequeños, para los fuñidos de siempre, casi tanto entonces como ahora.
Ha matado a un hombre y, a riesgo de su vida, (habría que insistir en ese
detalle: el riesgo es perder la vida, no ser detenido, no ser llevado preso,
porque a un ser sin importancia no se le busca para enjuiciarle sino para
eliminarle), vuelve al paraje donde ha vivido toda su vida. ¿Por qué razón se
arriesga en lugar de esconderse en lugares más lejanos y por ende más seguros?
Porque ese día cuando le encontramos es el 24 de diciembre y él lo único que
desea es estar aunque sea unos minutos de la Nochebuena con su mujer
y sus pequeños hijos.
Pero la naturaleza es hostil, por
momentos le puede proteger escondiéndole de las miradas de sus perseguidores,
pero, en conjunto, tanto para él como para todos los demás, es un entorno
sañudo, reseco, sucio y hosco. Porque eso es lo que corresponde a gente como
Encarnación Mendoza, como su mujer, como sus hijos, hasta para los guardias y
los peones que les ayudan porque esos son tan infelices como Encarnación.
Y juega Bosch con las casualidades,
con la suerte, con las decisiones: si Mundito no hubiera llevado al cachorrito
en su camino a la bodega, nada hubiera sucedido. Si luego de verle el niño
Encarnación hubiera decidido irse a otro lugar previendo que el Mundito dijera
que le había visto, nada hubiera sucedido. Pero, nos dice Bosch, “ahí empezó el
destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza”.
Aún más, si el sargento en la bodega
hubiera seguido la juerga y bebentina en la que estaba metido, si hubiera
pensando, “total, no es más que un cadáver, para que tener prisa”, nada hubiera
pasado con Encarnación Mendoza. Pero, para Bosch, y en el contexto de su obra,
hay una especie de cruda fatalidad que se cierne espantosa sobre sus
desgraciados personajes.
Por esa razón Encarnación Mendoza es
perseguido y muerto, por eso la destrozan la mandíbula, le agujerean el pecho.
Pero la mano del Maestro no se
conforma con ofrecernos la crónica detallada de una persecución y una muerte,
sino que se reserva un tremendo golpe final para el lector, para ese lector
que, muy posiblemente, se encontraba ya abismado, pasmado por la fuerza de las
imágenes del relato, pero que había asimilado lo que consideraba peor: la
muerte del personaje central, o sea, del héroe tradicional que es un buen
hombre a quien las circunstancias han convertido en asesino y fugitivo. Porque
entonces, cuando el sargento y sus hombres deciden detenerse para descansar y
refugiarse de la lluvia inclemente, cuando llevan el cadáver ensangrentado,
agujereado y con la boca destrozada y lo arrojan en la entrada del primer bohío
que encuentran en el caserío, resulta que ese, precisamente ese es el hogar de
Encarnación Mendoza, y entonces casi escuchamos el alarido de dolor de su mujer
y, a seguidas, por encima del grito de dolor, la voz del niño que ahonda en el
sufrimiento, que nos acaba de hundir en el fondo insondable del dolor cuando
exclama: “Mamá, mi mamá…¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!”.
Es un golpe final, contundente,
mortal lo que nos asesta el Maestro: no sólo han matado a su hombre, no sólo la
han dejado sola y abandonada, sus hijos huérfanos, sino que el destino ha
jugado con sus vidas, su mismo hijo, Mundito, ha sido el cómplice de los hados
para que Encarnación Mendoza fuera asesinado.
Eso es lo que puede y debe considerarse
un final perfecto para culminar una historia brillante.
“Los Amos”.
Cuatro páginas, apenas cuatro
páginas necesitó Bosch para ofrecernos una estampa vívida, desoladora y
aplastante de lo que vivía el campesino en aquellas épocas.
En este caso, el autor cambia
ciertos elementos en su ambientación. Ya no estamos frente a la naturaleza
hostil, ya la tierra no es reseca y dura, el sol no lastima, no aplasta, el
agua asoma, un arroyo cercano se escucha.
Pero, precisamente, esos elementos
son utilizados como contraste con la figura de Cristino, un campesino gastado,
exhausto, enfermo que apenas puede caminar y al que, precisamente por todo
ello, porque ya no sirve para nada, el dueño de la finca, Don Pío (ojo al
nombre del propietario: Pío, que en un castellano significa piadoso, compasivo),
le manda a morirse donde más le acomode dándole medio peso, moneda que agradece
Cristino con un “Ta bien, Don Pio, que Dios se lo pague”, o sea, con sumisión,
con esa misma sumisión con que les han enseñado a todos los fuñidos del mundo a
dar las gracias porque su destino ha sido dispuesto de ese manera por Dios, porque
así funciona el mundo, con gente poderosa que vive bien, y gente muy pobre que
vive mal para que le sirvan inclinados y sumisos.
Bosch maneja el contraste: el
hombre, el campesino, Cristino, es apenas una sombra de lo que fue, está
amarillo de fiebre, no puede ni con su alma, pero, a su alrededor, las vacas
rumian gordas, el becerrito cabriolea, el arroyo murmura, los verdes y
frondosos árboles se mecen con el viento y, aunque surge algo perjudicial, una
nube de mosquitos, las ventanas y las puertas de la casa de Don Pío, que es el
amo y señor de todo lo que se percibe, están protegidas por tela metálica, a
Don Pío no le molestan esas nubes de mosquitos, pero cerca, el rancho de los peones no sólo carece de tela
metálica, ni siquiera tiene puertas o ventanas: para Don Pío es todo lo que
sirve y produce y satisface, para quienes trabajan para él, las sobras, lo
dañino; para Cristino, ni siquiera eso le depara el destino, apenas los caminos
y la muerte.
Pero, ya despedido Cristino, aún así
el tutumpote no puede olvidar su condición y cuando advierte que una vaca pinta
se aleja del predio, insiste para que el desvencijado peón se la busque, el
otro no puede ni con su alma, pero Don Pío le hace ir y luego comenta con su
mujer que “No quería ir a buscarme la vaca pinta”, y, más adelante,
“Malagradecidos que son, Herminia, de nada vale tratarlos bien”.
O sea, que en apenas cuatro páginas,
Bosch utiliza las palabras como pinceles para trazar un lienzo de abrumador
poder vivencial que resulta, además, universal.
Estos tres cuentos de los cuales
hemos hecho un muy somero análisis, funcionan tal y como establece el maestro
en sus reflexiones analíticas sobre el género: la novela como tal no tiene
límites, lo mismo puede tener cien que novecientas páginas, en ella puede
tratarse todo lo concernientes a los personajes, lo mismo una familia que todo
un pueblo, varias generaciones, descripciones detalladas del ambiente físico y
sicológico, la novela es ilimitada en su extensión para el autor. Pero el
cuento, nos dice Bosch, debe ser como una flecha que se lanza desde un punto
determinado y no se desvía hasta alcanzar un final previsto que puede o no ser
sorpresivo, impactante. Pero lo importante, repetimos, es que no deba haber
digresiones de tipo alguno.
Eso mismo puede ser aplicable al
siguiente cuento del cual ahora discurrimos.
“La
mancha indeleble”.
Con este cuento sucedió algo que no
puedo dejar de recordar. Primero, era el único cuento de Juan Bosch que no me
gustaba en aquellos mis albores libertarios de los años 60. ¿Por qué? Muy
sencillo: bien expresa el dicho que, cuando se es joven, lo normal es ser de
izquierdas, por lo menos privar en comunista y entonces, por esa razón, yo veía
que esa historia de Bosch significaba para mí como una traición a mis tempranos
ideales revolucionarios.
Se era antiyanki, se era
antiimperialista en esos días, y entonces lo lógico es que se fuera de
izquierda, y la tal mancha indeleble implicaba que ser del “partido”, o sea,
comunista, por lo menos haberlo sido, significada quedar marcado para siempre.
Yo creía, y lo creía con toda la fuerza y la sinceridad de que era capaz, que
era todo lo contrario, que lo honorable y necesario era ser eso, del “partido”,
y que por pertenecer a esa ideología no necesariamente se perdía la cabeza, o
sea, se dejaba de pensar.
Y tuvieron que pasar muchos años
para que pudiera darme cabalmente cuenta de que, cierto, quien deja que otros
piensen por él en realidad entrega su cabeza.
Y que se puede ser revolucionario,
de izquierda, sin tener que dejar de pensar por uno mismo.
Y que, precisamente por todo ello, La Mancha indeleble, a pesar
de que no es de los cuentos de Don Juan que más me satisfacen, es, de todos
modos, una historia formidable y muy bien realizada.
También llegue a la conclusión de
que quienes lo derrocaron, o sea, los militares, el gobierno norteamericano,
los grandes tutumpotes y la alta jerarquía de la iglesia católica, esa misma que
ahora nos impone el miedo y con ello la negación de la protección a las mujeres
más pobres la prohibición del aborto en cualquier circunstancia, no habían
leído ese cuento o, por el contrario, que, habiéndolo leído, se valieron de
aquello del comunismo “ateo y disociador” para lograr sus nefastos propósitos.
Pero, por encima de trapisondas y
estupideces, la figura de Don Juan Bosch se yergue airosa hoy, y seguirá siendo
un ejemplo para las futuras generaciones, como político, como hombre honesto,
como gran escritor.
A.Almánzar R.
2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario