lunes, 2 de abril de 2012

Mario Vargas Llosa ... 50 años después

Mario Vargas Llosa ... 50 años después.
   
Hace 50 años todos éramos jóvenes.
Hace 50 años todos éramos jóvenes y casi todos éramos de izquierda, muchos nos decíamos comunistas y veíamos la revolución a la vuelta de la esquina aunque apenas hubiéramos leído un par de folletos sobre tan complicada ideología.
Hace 50 años, todos teníamos, sufríamos una insaciable ansiedad de cultura, lo veíamos todo, lo escuchábamos todo, lo leíamos todo, padecíamos el terrible dolor de no contar con los medios económicos suficientes para poder adquirir los tantos y tantos libros que, con la apertura de nuestro país a la libertad en todos sus sentidos, llegaban de continuo a las librerías.
      
Recuerdo, como deben recordar algunos de los de los ahora presentes en este acto, que éramos asiduos clientes del señor. César Herrera, hermano de don Rafael Herrera, a la sazón director del Listín Diario, y este Herrera librero tenía su pequeña librería en la Mercedes a la altura más o menos de la Espaillat. Una sola puerta, dos habitaciones no demasiado espaciosas atiborradas de libros de todos los tipos, temas y tamaños desordenados en estantes, apilados en el piso de mosaico de la habitación trasera.
Allí íbamos con nuestra hambre literaria y política, íbamos no tanto como deseábamos porque nuestros bolsillos eran perpetuo habitáculo de aire impuro; allí, recuerdo,  adquirimos las obras completas de Shakespeare tras una vehemente protesta al enterarnos que había subido el precio de la formidable edición de Aguilar de seis a 7 y medio pesos; allí compraos a Sartre, a Camus, A Eugene O’Neill y, cuando en algunas oportunidades ya habíamos escogido una de esas obras preferidas y, de buenas a primeras, en algún rincón aparecía otra tan deseada como la primera, la solución del momento era esconderla tras los apretados rimeros en los estantes con la esperanza de encontrarlo luego, cuando ya tuviéramos dinero; algo que se hacía cada vez más difícil porque con el paso de los días muchos ya conocían el truco y hurgaban hasta dar con los escondidos.
Allí, en aquel maravilloso lugar, tuvimos nuestro primer encuentro con Mario Vargas Llosa.
Y en la soledad del zaguán de los abuelos, en la 19 de marzo, nos sumergimos en los corredores, en los baños comunes, en las habitaciones multitudinarias del Colegio Militar Leoncio Prado.
Era “La ciudad y los perros”, eran las páginas que nos tendían la celada de una literatura diferente, de una forma renovada y especial de enfocar temas, temas que hasta entonces no conocíamos, que eran algo nuevo, algo poderoso, algo incluso provocativo y duro de aceptar para los acendrados convencionalismos que prevalecían en la época, para mentes cuasi vírgenes como las nuestras de aquel entonces.
Aquello fue el surgimiento de algo que aún no se mencionaba, algo que luego sufrió su bautismo universal.
 Era el estallido universal del “Boom”.
Era la literatura latinoamericana sobrevolando nuestro hasta entonces muy aislado mundo, asombrando nuestras mentes, dilatando nuestras pupilas, arrobando nuestro entendimiento.
Porque, junto a Vargas Llosa llegaron en avalancha García Márquez, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Mario Benedetti y muchos, muchos otros.
“La ciudad y los perros” nos encandiló el cerebro, nos conmocionó, nos hizo sentir una especie de orgasmo intelectual que compartimos con un grupo que se iba agrandando poco a poco gracias a la afinidad de gustos, de ideas políticas, de sentires particulares comunes: Iván García, Avilés Blonda, Miguel Alfonseca, Alberto Perdomo, Ramírez Conde, Miñín Soto, René del Risco y un enchancletado mentor, el poeta Ramón Francisco; ellos y luego muchos otros compartíamos, discutíamos a ratos enconados, nos prestábamos unos a otros esa obra de Vargas Llosa y otras de todos los tipos. Formábamos una comunidad literaria algo incierta, desordenada y no muy acomodada económicamente, pero nos unía el amor por toda esa literatura universal que ya algunos conocían y por esa avalancha de nuevos autores que nos estremecían de placer.
La llegada de otra obra de Vargas Llosa nos disipó ese difuso temor que siempre se siente cuando gustamos de un autor novel, ese miedo impreciso a que, con su primer libro, hubiera tocado la flauta por casualidad.
“La casa verde” nos pareció tan buena, tan excelsa como su predecesora.
Ahora el autor nos sacaba de la ciudad y del ámbito militar, nos transportaba en alas de su formidable imaginación y de su inmenso poder creativo a sus años en Piura. Era la gente de pueblo, era el campo, la selva, la eclosión de lugares que nos resultaban extraños porque casi todo lo que conocíamos en la literatura occidental nos remitía a ciudades europeas o norteamericanas.
En otras palabras, que de ser un perfecto desconocido, ese Mario Vargas Llosa pasó a ídolo inmediato objeto de las más enconadas discusiones, de las más desmesuradas alabanzas.
Pero, por supuesto, no todo podía permanecer incólume para el autor en nuestra particular visión.
Porque hicieron su aparición obras que nos hicieron sentir el mismo placer literario: “El Coronel no tiene quien le escriba”, de García Márquez, “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, los primeros volúmenes de cuentos de Cortázar, y esas novelas y cuentos prácticamente nos hicieron enloquecer, fueron, son obras capaces de sacudir la mente más equilibrada por el formidable manejo de la prosa y la inmensa creatividad que revelan.
O sea, que ya él ídolo tenía compañía, y una compañía que le igualaba en calidad.  
Pero, en realidad, hasta ese momento nuestra admiración por Mario Vargas Llosa, a pesar de todo, seguía incólume, permanecía como uno de los favoritos, aunque ahora junto a los demás miembros del “Boom”.
 Hasta 1967.
 Porque, dado el caso de que lo único nuevo del peruano que nos llegaba, luego de las dos obras citadas, no era, precisamente, una obra que, por lo menos en mi personal manera de aquilatarla, “Los Cachorros”, no estaba ni cerca de la brillantez de sus primeras, el entusiasmo por el autor se sintió disminuir, estaba siendo opacado. Y entonces ocurrió algo que terminó por opacarlo aún más.
1967 fue el año del asombro, de la delectación ante la aparición de la novela que puso a los lectores del mundo entero casi a dar saltos de puro entusiasmo.
 1967 fue el año de “Cien años de soledad”, y eso supuso que las obras de Vargas Llosa, las ya conocidas, las que vinieron poco después, como fueron “Conversación en la catedral” (1969), donde se explaya el autor sobre los años de la dictadura de Odría, y más adelante “Pantaleón y las visitadoras”, que nos adentra en la selva, en los pueblos pequeños, en los militares y en un humor que linda con lo grotesco, las sintiéramos  muy por debajo de la obra del colombiano.
Sin embargo, en esa etapa de la producción de Vargas Llosa el tono cualitativo de su obra fue tomando altura: “La tía Julia y el Escribidor”, aunque aún, en mi muy particular modo de ver las cosas, sigue estando por debajo de “La ciudad y los perros” y “La casa verde”, ese enfoque de su propia vida pasada, de su matrimonio, de sus comienzos como escritor lo devuelve a la mejor literatura de esos años.
Y luego nos deja con un palmo de narices cuando aparece una de sus novelas que más nos entusiasma: “La guerra del fin del mundo”. Con esta obra, Vargas Llosa retoma el sentido épico de sus primeras novelas al volcarse sobre el mundo político del Brasil a fines del siglo 19. Profusa, desbordada, todo este relato es apasionante, apabullante.
Debemos confesar que otras obra del peruano no nos han cautivado tanto como esa última: el discurso político de “La historia de Mayta”, no me motivó demasiado y, cosa extraña, no sabría decir la razón por la cual nunca tuve en mis manos “Lituma en los Andes” así como tampoco “Elogio de la madrastra”; es muy posible que hayan influido en mi comentarios de amigos a quienes al parecer no les pareció ninguna de esas dos obras a la altura de sus expectativas, pero ese es el caso: no les he leído.
En cambio,”Los cuadernos de Don Rigoberto” nos hizo pasar momentos muy agradables con su profusa fantasía y su inmersión en el erotismo desenfadado.
Con “La fiesta del chivo” me sucedió lo que a muchos otros dominicanos: nos sentíamos  tan cercanos al relato que a ratos no nos parecía gran literatura. Claro, no fui de aquellos que dio en decir que tal personaje no vivía en tal lugar o que otro no era gordo, etc., pero, a pesar de todo, aún gustando de la novela sigo pensando que no está a la altura de sus mejores.
 “El paraíso en otra esquina” es una brillante inmersión en la vida del pintor francés Paúl Gauguin, resulta tan fascinante como la misma vida del personaje, nos hizo volar en alas de la imaginación hacia esos exóticos lugares, a esas islas lujuriantes, a esa vida a la vez disoluta y creadora.
En estos días terminamos de leer esa formidable visión sobre la vida de un ser tan contradictorio como increíble como lo es el irlandés Roger Casement. “El sueño del celta” es una novela que se lee con fruición, que se siente en las entrañas como gran literatura, pero, a diferencia de “La casa verde”, de “La ciudad y los perros”, de “La guerra del fin del mundo”, a pesar de todo ello no nos apasiona s un grado tan alto como aquellas. Como nos señalara Albert Perdomo, es muy posible que ello se debe a que el personaje enfocado no es una creación literaria pura, no es el producto de la imaginación de Vargas Llosa, sino un personaje histórico cuya historia es re-creada, o sea, que lo que leemos es un relato novelado de la extraordinaria hoja de vida de este diplomático que trabajo como tal para el imperio británico para luego enfrentarle luchando por la intendencia de Irlanda.
Es un relato poderoso, sin lugar a dudas, pero, aún así, no nos produjo el mismo efecto, la misma delectación, repetimos, que sentimos al leer las otras obras señaladas.
Sin embargo, sigue siendo Mario Vargas Llosa uno de nuestros autores favoritos y, hoy por hoy, muy por encima del García Márquez de los últimos años.
Y, de todo corazón, esperamos, deseamos poder otra obra suya en los próximos años.
Muchas gracias.

Armando Almánzar R.
Ponencia en la Feria Internacional del Libro
Santo Domingo, abril de 2011            







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