Hace
50 años todos éramos jóvenes.
Hace 50 años todos éramos jóvenes y
casi todos éramos de izquierda, muchos nos decíamos comunistas y veíamos la
revolución a la vuelta de la esquina aunque apenas hubiéramos leído un par de
folletos sobre tan complicada ideología.
Hace 50 años, todos teníamos,
sufríamos una insaciable ansiedad de cultura, lo veíamos todo, lo escuchábamos
todo, lo leíamos todo, padecíamos el terrible dolor de no contar con los medios
económicos suficientes para poder adquirir los tantos y tantos libros que, con
la apertura de nuestro país a la libertad en todos sus sentidos, llegaban de
continuo a las librerías.
Allí íbamos con nuestra hambre
literaria y política, íbamos no tanto como deseábamos porque nuestros bolsillos
eran perpetuo habitáculo de aire impuro; allí, recuerdo, adquirimos las obras completas de Shakespeare
tras una vehemente protesta al enterarnos que había subido el precio de la
formidable edición de Aguilar de seis a 7 y medio pesos; allí compraos a
Sartre, a Camus, A Eugene O’Neill y, cuando en algunas oportunidades ya
habíamos escogido una de esas obras preferidas y, de buenas a primeras, en
algún rincón aparecía otra tan deseada como la primera, la solución del momento
era esconderla tras los apretados rimeros en los estantes con la esperanza de
encontrarlo luego, cuando ya tuviéramos dinero; algo que se hacía cada vez más
difícil porque con el paso de los días muchos ya conocían el truco y hurgaban
hasta dar con los escondidos.
Allí, en aquel maravilloso lugar,
tuvimos nuestro primer encuentro con Mario Vargas Llosa.
Y en la soledad del zaguán de los
abuelos, en la 19 de marzo, nos sumergimos en los corredores, en los baños
comunes, en las habitaciones multitudinarias del Colegio Militar Leoncio Prado.
Era “La ciudad y los perros”, eran
las páginas que nos tendían la celada de una literatura diferente, de una forma
renovada y especial de enfocar temas, temas que hasta entonces no conocíamos,
que eran algo nuevo, algo poderoso, algo incluso provocativo y duro de aceptar
para los acendrados convencionalismos que prevalecían en la época, para mentes
cuasi vírgenes como las nuestras de aquel entonces.
Aquello fue el surgimiento de algo
que aún no se mencionaba, algo que luego sufrió su bautismo universal.
Era el estallido universal del
“Boom”.
Era la literatura latinoamericana
sobrevolando nuestro hasta entonces muy aislado mundo, asombrando nuestras
mentes, dilatando nuestras pupilas, arrobando nuestro entendimiento.
Porque, junto a Vargas Llosa
llegaron en avalancha García Márquez, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Julio
Cortázar, Juan Rulfo, Mario Benedetti y muchos, muchos otros.
“La ciudad y los perros” nos
encandiló el cerebro, nos conmocionó, nos hizo sentir una especie de orgasmo
intelectual que compartimos con un grupo que se iba agrandando poco a poco
gracias a la afinidad de gustos, de ideas políticas, de sentires particulares
comunes: Iván García, Avilés Blonda, Miguel Alfonseca, Alberto Perdomo, Ramírez
Conde, Miñín Soto, René del Risco y un enchancletado mentor, el poeta Ramón
Francisco; ellos y luego muchos otros compartíamos, discutíamos a ratos
enconados, nos prestábamos unos a otros esa obra de Vargas Llosa y otras de
todos los tipos. Formábamos una comunidad literaria algo incierta, desordenada
y no muy acomodada económicamente, pero nos unía el amor por toda esa
literatura universal que ya algunos conocían y por esa avalancha de nuevos
autores que nos estremecían de placer.
La llegada de otra obra de Vargas
Llosa nos disipó ese difuso temor que siempre se siente cuando gustamos de un
autor novel, ese miedo impreciso a que, con su primer libro, hubiera tocado la
flauta por casualidad.
“La casa verde” nos pareció tan
buena, tan excelsa como su predecesora.
Ahora el autor nos sacaba de la
ciudad y del ámbito militar, nos transportaba en alas de su formidable
imaginación y de su inmenso poder creativo a sus años en Piura. Era la gente de
pueblo, era el campo, la selva, la eclosión de lugares que nos resultaban
extraños porque casi todo lo que conocíamos en la literatura occidental nos
remitía a ciudades europeas o norteamericanas.
En otras palabras, que de ser un
perfecto desconocido, ese Mario Vargas Llosa pasó a ídolo inmediato objeto de
las más enconadas discusiones, de las más desmesuradas alabanzas.
Pero, por supuesto, no todo podía
permanecer incólume para el autor en nuestra particular visión.
Porque hicieron su aparición obras
que nos hicieron sentir el mismo placer literario: “El Coronel no tiene quien
le escriba”, de García Márquez, “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, los primeros
volúmenes de cuentos de Cortázar, y esas novelas y cuentos prácticamente nos
hicieron enloquecer, fueron, son obras capaces de sacudir la mente más
equilibrada por el formidable manejo de la prosa y la inmensa creatividad que
revelan.
O sea, que ya él ídolo tenía
compañía, y una compañía que le igualaba en calidad.
Pero, en realidad, hasta ese momento
nuestra admiración por Mario Vargas Llosa, a pesar de todo, seguía incólume,
permanecía como uno de los favoritos, aunque ahora junto a los demás miembros
del “Boom”.
Hasta 1967.
Porque, dado el caso de que lo único
nuevo del peruano que nos llegaba, luego de las dos obras citadas, no era,
precisamente, una obra que, por lo menos en mi personal manera de aquilatarla,
“Los Cachorros”, no estaba ni cerca de la brillantez de sus primeras, el
entusiasmo por el autor se sintió disminuir, estaba siendo opacado. Y entonces
ocurrió algo que terminó por opacarlo aún más.
1967 fue el año del asombro, de la
delectación ante la aparición de la novela que puso a los lectores del mundo
entero casi a dar saltos de puro entusiasmo.
1967 fue el año de “Cien años de
soledad”, y eso supuso que las obras de Vargas Llosa, las ya conocidas, las que
vinieron poco después, como fueron “Conversación en la catedral” (1969), donde
se explaya el autor sobre los años de la dictadura de Odría, y más adelante
“Pantaleón y las visitadoras”, que nos adentra en la selva, en los pueblos
pequeños, en los militares y en un humor que linda con lo grotesco, las
sintiéramos muy por debajo de la obra
del colombiano.
Sin embargo, en esa etapa de la
producción de Vargas Llosa el tono cualitativo de su obra fue tomando altura:
“La tía Julia y el Escribidor”, aunque aún, en mi muy particular modo de ver
las cosas, sigue estando por debajo de “La ciudad y los perros” y “La casa
verde”, ese enfoque de su propia vida pasada, de su matrimonio, de sus
comienzos como escritor lo devuelve a la mejor literatura de esos años.
Y luego nos deja con un palmo de
narices cuando aparece una de sus novelas que más nos entusiasma: “La guerra
del fin del mundo”. Con esta obra, Vargas Llosa retoma el sentido épico de sus
primeras novelas al volcarse sobre el mundo político del Brasil a fines del
siglo 19. Profusa, desbordada, todo este relato es apasionante, apabullante.
Debemos confesar que otras obra del
peruano no nos han cautivado tanto como esa última: el discurso político de “La
historia de Mayta”, no me motivó demasiado y, cosa extraña, no sabría decir la
razón por la cual nunca tuve en mis manos “Lituma en los Andes” así como
tampoco “Elogio de la madrastra”; es muy posible que hayan influido en mi
comentarios de amigos a quienes al parecer no les pareció ninguna de esas dos
obras a la altura de sus expectativas, pero ese es el caso: no les he leído.
En cambio,”Los cuadernos de Don
Rigoberto” nos hizo pasar momentos muy agradables con su profusa fantasía y su
inmersión en el erotismo desenfadado.
Con “La fiesta del chivo” me sucedió
lo que a muchos otros dominicanos: nos sentíamos tan cercanos al relato que a ratos no nos
parecía gran literatura. Claro, no fui de aquellos que dio en decir que tal
personaje no vivía en tal lugar o que otro no era gordo, etc., pero, a pesar de
todo, aún gustando de la novela sigo pensando que no está a la altura de sus
mejores.
“El paraíso en otra esquina” es una
brillante inmersión en la vida del pintor francés Paúl Gauguin, resulta tan
fascinante como la misma vida del personaje, nos hizo volar en alas de la
imaginación hacia esos exóticos lugares, a esas islas lujuriantes, a esa vida a
la vez disoluta y creadora.
En estos días terminamos de leer esa
formidable visión sobre la vida de un ser tan contradictorio como increíble
como lo es el irlandés Roger Casement. “El sueño del celta” es una novela que
se lee con fruición, que se siente en las entrañas como gran literatura, pero,
a diferencia de “La casa verde”, de “La ciudad y los perros”, de “La guerra del
fin del mundo”, a pesar de todo ello no nos apasiona s un grado tan alto como
aquellas. Como nos señalara Albert Perdomo, es muy posible que ello se debe a
que el personaje enfocado no es una creación literaria pura, no es el producto
de la imaginación de Vargas Llosa, sino un personaje histórico cuya historia es
re-creada, o sea, que lo que leemos es un relato novelado de la extraordinaria
hoja de vida de este diplomático que trabajo como tal para el imperio británico
para luego enfrentarle luchando por la intendencia de Irlanda.
Es un relato poderoso, sin lugar a
dudas, pero, aún así, no nos produjo el mismo efecto, la misma delectación,
repetimos, que sentimos al leer las otras obras señaladas.
Sin embargo, sigue siendo Mario
Vargas Llosa uno de nuestros autores favoritos y, hoy por hoy, muy por encima
del García Márquez de los últimos años.
Y, de todo corazón, esperamos,
deseamos poder otra obra suya en los próximos años.
Muchas gracias.
Armando Almánzar R.
Ponencia en la Feria Internacional del Libro
Santo Domingo, abril de 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario