Era julio y era el calor.
Se iba a llevar a cabo un homenaje al Profesor
Juan Bosch en La Vega y estaba en la comitiva que iría a la ciudad.
Pero no era algo tan sencillo.
Además de los amigos de Bosch, que eran muchos
(aunque algunos de tapadera), se añadía un detalle que haría aquello más
excitante: entre los invitados al homenaje aparecía un nombre que ya era
símbolo literario en aquel 1979: Gabriel García Márquez, el Gabo, estaría en el
grupo, en la comitiva que se dirigía al Hotel Montaña.
Y allá iba yo, pero no en mi destartalado
automóvil, un Renault 12 que renqueaba y tosía como asmático agripado, sino
junto a otros en un vehículo más adecuado.
Fuimos a dar al hotel,
y el día era hermoso, vivificante, y comenzaron los discursos de las autoridades de La Vega, y se extendieron.
Y lo minutos pasaron.
Y las horas pasaron también.
Por esa sencilla razón, cuando al fin
sirvieron el almuerzo, lo que se suponía sería un sabroso sancocho devino en
algo frío cuya grasa se había petrificado sobre el caldo.
Entonces, ante el pasmo generalizado, antes las
miradas lánguidas enfrentadas al “suculento” sancocho de los ya hambrientos
comensales, escuché al Gabo bromear con Bosch.
“Esas cosas sólo pasan en Latinoamérica”.
Claro que, por suerte, si el sancocho se nos
frustró, por lo menos le escuchamos hablar sobre uno de sus próximos libros, le
escuchamos intercambiar ideas con Don Juan.
Y todo aquello fue fascinante.
Irrepetible.
Armando Almánzar R.
Santo Domingo, 21 de abril de 2014
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