martes, 19 de mayo de 2015

Bosch, sus cuentos y la memoria

    
            No sé exactamente la razón, pero a mí, muy particularmente, se me hace difícil hablar desde un punto de vista analítico sobre los cuentos de Juan Bosch.
            Es posible que ello se deba a que, cuando tuve el primer contacto con él, no lo vi como cuentista sino como un maestro. Aquí, en Santo Domingo, en 1961, todo era una erupción política desbordada y confusa, allá, mientras en Costa Rica, en el Instituto de Educación Política de San José de Coronado, el ambiente era distendido y él. Bosch, era uno de los profesores del centro. Y, a pesar de que casi todos éramos, los alumnos, hombres hechos y derechos, aún así sentíamos no el peso de su edad sino el de su enorme experiencia como político, porque, desde ese punto de vista, éramos prácticamente  imberbes.
            Claro, ya había leído muchos de sus cuentos, pero es el caso que, insisto, aún no le veía como el gran escritor sino como esa especie de padre que educa a sus muchachos para que pudieran abrir los ojos frente a un mundo que era demasiado oscuro, amenazador, agorero.
            Y luego, más adelante, pasada la terrible, aplastante experiencia del golpe de estado, sentado frente a su presencia impoluta, a su acrisolada honestidad, entonces sí encontré al escritor, sobre todo cuando comenzó a hablar sobre mis propias obras, cuando me dijo, hasta un tanto molesto, que cómo era posible que, luego de haber escrito cuentos como “El Gato”, “Límite” y “Arribo de vuelo”, piezas que él mismo había ya calificado de excelentes, cuentos por los cuales el jurado por él presidido me concedió el Primer Premio Exaequo y dos menciones,  que hubiera escrito un cuento de temática campesina, agregando que el cuento campesino, cómo género, había muerto con él.
            De ahí en adelante Bosch fue, a más del hombre honesto, del intelectual brillante, el maestro cuentista que se impuso casi como un deber aconsejarme, llegando incluso a escribir la introducción de mi libro “Infancia feliz”, en 1977, con palabras que todavía hoy me llenan de orgullo.
            Es mucho lo que se ha escrito sobre los cuentos de Don Juan, por lo cual me voy a limitar a escribir sobre 4 de ellos, tres de los cuales seleccioné por ser de mis favoritos en su cuentística y el cuarto, por razones que explicaré cuando le llegue su turno.

            Comenzaré con “La mujer”.
            En este cuento Bosch utiliza un elemento que abunda en su obra, que es el camino, la carretera: “La carretera está muerta. Nada ni nadie la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve la vida. El sol la mató, el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera”.
            Bosch usa esas imágenes para establecer la fuerza implacable de una naturaleza hostil frente al ser humano, pero no frente a cualquier ser humano sino frente al campesino, frente a esos seres que no tienen forma de valerse, de defenderse de la adversidad. Habría que recordar que, cuando se habla de una obra, la que sea, siempre se debe establecer el contexto socio cultural y la época, y Bosch cuenta sobre esos campesinos de los años 20 y 30, los que el conoció, los que pudo tratar cuando era un niño, un joven, un hombre, como conoció el ambiente, como conoció a quienes mandaban en calidad de caciques sobre esos infelices.
            El ambiente, la naturaleza, aplasta a la mujer, el marido brutal, acostumbrado a la bebida, macho estólido incapaz de pensar en el sufrimiento de su mujer y su pequeño hijo, se ensaña en ella como el sol, el calor, la soledad, la sed y el hambre se ceban en ese mismo ser. Ella es la víctima, siempre lo ha sido, pero, a pesar de que las simpatías de todo aquel que lee esta historia están de parte de ella, habría que recordar que ese macho insensible y borracho es tan víctima como ella porque es el producto de un sistema que aplasta al individuo a través de la ignorancia.
            Y entonces, para sorpresa se muchos, cuando casi el común de los lectores, abrumados por la desgracia de esa mujer, estamos esperando un desenlace que tal vez podría llamarse “feliz”, acostumbrados como estamos casi todos al facilismo del cine de Hollywood y sus héroes de miriñaque, entonces se nos viene encima el mazazo final: cuando ella ve que el extraño que la ha defendido está ahorcando a su hombre, reacciona golpeando al defensor. ¿Les extraña? A mi, en un principio, me extrañó, incluso me dolió, me molestó, pero luego, poco a poco, fui cayendo en cuenta de lo que me estaba diciendo Bosch: la mujer, esa campesina de los años 20 ó 30, no es la mujer de hoy, no es un ser civilizado, instruido, educado, es un ente aplastado por siglos de costumbres y tradiciones, de atavismos, de miedos y pesares. Pase lo que pase, ella es la mujer de ese ser despreciable que es su marido, ese que le fue deparado por Dios y la Santísima Virgen; aún en el caso de que no haya existido un matrimonio católico en regla, ella no es simplemente La Mujer, es su mujer, pertenencia de ese hombre aunque, en medio de las brumas de su dolor y su amargura, comprenda que es un hijo de puta.

En “La Nochebuena de Encarnación Mendoza” Bosch vuelve sobre esos elementos que son predominantes y determinantes en sus historias: el ambiente, la naturaleza, son siempre factores que inciden poderosamente en la suerte de sus personajes.
Encarnación Mendoza es un hombre común y corriente, es un obrero de la caña, es un infeliz más entre miles de infelices. Pero Encarnación Mendoza huye, se escurre escondiéndose de la Ley, que es la Ley para los pequeños, para los fuñidos de siempre, casi tanto entonces como ahora. Ha matado a un hombre y, a riesgo de su vida, (habría que insistir en ese detalle: el riesgo es perder la vida, no ser detenido, no ser llevado preso, porque a un ser sin importancia no se le busca para enjuiciarle sino para eliminarle), vuelve al paraje donde ha vivido toda su vida. ¿Por qué razón se arriesga en lugar de esconderse en lugares más lejanos y por ende más seguros? Porque ese día cuando le encontramos es el 24 de diciembre y él lo único que desea es estar aunque sea unos minutos de la Nochebuena con su mujer y sus pequeños hijos.
            Pero la naturaleza es hostil, por momentos le puede proteger escondiéndole de las miradas de sus perseguidores, pero, en conjunto, tanto para él como para todos los demás, es un entorno sañudo, reseco, sucio y hosco. Porque eso es lo que corresponde a gente como Encarnación Mendoza, como su mujer, como sus hijos, hasta para los guardias y los peones que les ayudan porque esos son tan infelices como Encarnación.
            Y juega Bosch con las casualidades, con la suerte, con las decisiones: si Mundito no hubiera llevado al cachorrito en su camino a la bodega, nada hubiera sucedido. Si luego de verle el niño Encarnación hubiera decidido irse a otro lugar previendo que el Mundito dijera que le había visto, nada hubiera sucedido. Pero, nos dice Bosch, “ahí empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza”.
            Aún más, si el sargento en la bodega hubiera seguido la juerga y bebentina en la que estaba metido, si hubiera pensando, “total, no es más que un cadáver, para que tener prisa”, nada hubiera pasado con Encarnación Mendoza. Pero, para Bosch, y en el contexto de su obra, hay una especie de cruda fatalidad que se cierne espantosa sobre sus desgraciados personajes.
            Por esa razón Encarnación Mendoza es perseguido y muerto, por eso la destrozan la mandíbula, le agujerean el pecho.
            Pero la mano del Maestro no se conforma con ofrecernos la crónica detallada de una persecución y una muerte, sino que se reserva un tremendo golpe final para el lector, para ese lector que, muy posiblemente, se encontraba ya abismado, pasmado por la fuerza de las imágenes del relato, pero que había asimilado lo que consideraba peor: la muerte del personaje central, o sea, del héroe tradicional que es un buen hombre a quien las circunstancias han convertido en asesino y fugitivo. Porque entonces, cuando el sargento y sus hombres deciden detenerse para descansar y refugiarse de la lluvia inclemente, cuando llevan el cadáver ensangrentado, agujereado y con la boca destrozada y lo arrojan en la entrada del primer bohío que encuentran en el caserío, resulta que ese, precisamente ese es el hogar de Encarnación Mendoza, y entonces casi escuchamos el alarido de dolor de su mujer y, a seguidas, por encima del grito de dolor, la voz del niño que ahonda en el sufrimiento, que nos acaba de hundir en el fondo insondable del dolor cuando exclama: “Mamá, mi mamá…¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!”.
            Es un golpe final, contundente, mortal lo que nos asesta el Maestro: no sólo han matado a su hombre, no sólo la han dejado sola y abandonada, sus hijos huérfanos, sino que el destino ha jugado con sus vidas, su mismo hijo, Mundito, ha sido el cómplice de los hados para que Encarnación Mendoza fuera asesinado.
            Eso es lo que puede y debe considerarse un final perfecto para culminar una historia brillante.

            “Los Amos”.
            Cuatro páginas, apenas cuatro páginas necesitó Bosch para ofrecernos una estampa vívida, desoladora y aplastante de lo que vivía el campesino en aquellas épocas.
            En este caso, el autor cambia ciertos elementos en su ambientación. Ya no estamos frente a la naturaleza hostil, ya la tierra no es reseca y dura, el sol no lastima, no aplasta, el agua asoma, un arroyo cercano se escucha.
            Pero, precisamente, esos elementos son utilizados como contraste con la figura de Cristino, un campesino gastado, exhausto, enfermo que apenas puede caminar y al que, precisamente por todo ello, porque ya no sirve para nada, el dueño de la finca, Don Pío (ojo al nombre del propietario: Pío, que en un castellano significa piadoso, compasivo), le manda a morirse donde más le acomode dándole medio peso, moneda que agradece Cristino con un “Ta bien, Don Pio, que Dios se lo pague”, o sea, con sumisión, con esa misma sumisión con que les han enseñado a todos los fuñidos del mundo a dar las gracias porque su destino ha sido dispuesto de ese manera por Dios, porque así funciona el mundo, con gente poderosa que vive bien, y gente muy pobre que vive mal para que le sirvan inclinados y sumisos.
            Bosch maneja el contraste: el hombre, el campesino, Cristino, es apenas una sombra de lo que fue, está amarillo de fiebre, no puede ni con su alma, pero, a su alrededor, las vacas rumian gordas, el becerrito cabriolea, el arroyo murmura, los verdes y frondosos árboles se mecen con el viento y, aunque surge algo perjudicial, una nube de mosquitos, las ventanas y las puertas de la casa de Don Pío, que es el amo y señor de todo lo que se percibe, están protegidas por tela metálica, a Don Pío no le molestan esas nubes de mosquitos, pero cerca,  el rancho de los peones no sólo carece de tela metálica, ni siquiera tiene puertas o ventanas: para Don Pío es todo lo que sirve y produce y satisface, para quienes trabajan para él, las sobras, lo dañino; para Cristino, ni siquiera eso le depara el destino, apenas los caminos y la muerte.
            Pero, ya despedido Cristino, aún así el tutumpote no puede olvidar su condición y cuando advierte que una vaca pinta se aleja del predio, insiste para que el desvencijado peón se la busque, el otro no puede ni con su alma, pero Don Pío le hace ir y luego comenta con su mujer que “No quería ir a buscarme la vaca pinta”, y, más adelante, “Malagradecidos que son, Herminia, de nada vale tratarlos bien”.
            O sea, que en apenas cuatro páginas, Bosch utiliza las palabras como pinceles para trazar un lienzo de abrumador poder vivencial que resulta, además, universal.

            Estos tres cuentos de los cuales hemos hecho un muy somero análisis, funcionan tal y como establece el maestro en sus reflexiones analíticas sobre el género: la novela como tal no tiene límites, lo mismo puede tener cien que novecientas páginas, en ella puede tratarse todo lo concernientes a los personajes, lo mismo una familia que todo un pueblo, varias generaciones, descripciones detalladas del ambiente físico y sicológico, la novela es ilimitada en su extensión para el autor. Pero el cuento, nos dice Bosch, debe ser como una flecha que se lanza desde un punto determinado y no se desvía hasta alcanzar un final previsto que puede o no ser sorpresivo, impactante. Pero lo importante, repetimos, es que no deba haber digresiones de tipo alguno.
            Eso mismo puede ser aplicable al siguiente cuento del cual ahora discurrimos.

            “La mancha indeleble”.
            Con este cuento sucedió algo que no puedo dejar de recordar. Primero, era el único cuento de Juan Bosch que no me gustaba en aquellos mis albores libertarios de los años 60. ¿Por qué? Muy sencillo: bien expresa el dicho que, cuando se es joven, lo normal es ser de izquierdas, por lo menos privar en comunista y entonces, por esa razón, yo veía que esa historia de Bosch significaba para mí como una traición a mis tempranos ideales revolucionarios.
            Se era antiyanki, se era antiimperialista en esos días, y entonces lo lógico es que se fuera de izquierda, y la tal mancha indeleble implicaba que ser del “partido”, o sea, comunista, por lo menos haberlo sido, significada quedar marcado para siempre. Yo creía, y lo creía con toda la fuerza y la sinceridad de que era capaz, que era todo lo contrario, que lo honorable y necesario era ser eso, del “partido”, y que por pertenecer a esa ideología no necesariamente se perdía la cabeza, o sea, se dejaba de pensar.
            Y tuvieron que pasar muchos años para que pudiera darme cabalmente cuenta de que, cierto, quien deja que otros piensen por él en realidad entrega su cabeza.
            Y que se puede ser revolucionario, de izquierda, sin tener que dejar de pensar por uno mismo.
            Y que, precisamente por todo ello, La Mancha indeleble, a pesar de que no es de los cuentos de Don Juan que más me satisfacen, es, de todos modos, una historia formidable y muy bien realizada.
            También llegue a la conclusión de que quienes lo derrocaron, o sea, los militares, el gobierno norteamericano, los grandes tutumpotes y la alta jerarquía de la iglesia católica, esa misma que ahora nos impone el miedo y con ello la negación de la protección a las mujeres más pobres la prohibición del aborto en cualquier circunstancia, no habían leído ese cuento o, por el contrario, que, habiéndolo leído, se valieron de aquello del comunismo “ateo y disociador” para lograr sus nefastos propósitos.

            Pero, por encima de trapisondas y estupideces, la figura de Don Juan Bosch se yergue airosa hoy, y seguirá siendo un ejemplo para las futuras generaciones, como político, como hombre honesto, como gran escritor.  

A.Almánzar R.
2009

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